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El misterio de beethoven: una lección de experiencia del cliente

Johann N. Mälzel, un inventor alemán, registró la patente del metrónomo en 1815. La aparición de este instrumento cambió la forma en que se especificaba el ritmo (tempo) de una obra musical, permitiendo hacerlo con precisión a través de la unidad de medida hoy conocida como BPM (beats per minute, o sea pulsaciones por minuto o golpes por minuto).

Este tipo de metrónomos funcionan en base a un péndulo invertido que, cuando se pone en funcionamiento, emite un click a cada oscilación del mismo, marcando de esta forma el ritmo. La “velocidad” a la que se desea que funcione el aparato se especifica deslizando una pesa trapezoidal en el asta del péndulo: si se sube la pesa, el tempo será más lento y al bajarla, sucederá lo contrario. Antes de su existencia, los compositores solo podían dar indicaciones aproximadas acerca del tempo de sus creaciones, empleando términos como allegroo andante.

Uno de los primeros grandes músicos en emplear el metrónomo fue Beethoven, a quien Mälzel regaló uno de sus aparatos y quien, con su rigor habitual, lo utilizó obsesivamente para registrar el tempo que deseaba en cada una de sus obras. Paradójicamente, las indicaciones de tempo de Beethoven rara vez son respetadas hoy en día, pues son consideradas demasiado rápidas por la mayoría de los grandes directores de orquesta, quienes suelen ejecutar sus obras a un tempo menor al prescripto por el genio. Lo generalizado de este fenómeno es tan llamativo que se han generado diversas teorías que intentan explicar esta diferencia. ¿Será que tal vez su problema de audición había afectado su percepción del tempo? ¿Estaría dañado su metrónomo? ¿O simplemente sería su vehemente personalidad?

En el año 2020 dos españoles amantes de la ciencia y de la música, decidieron combinar sus conocimientos y analizar científicamente este misterio[1]. Para ello estudiaron en profundidad versiones de las nueve sinfonías del compositor interpretadas por 36 grandes directores de orquesta diferentes, entre 1940 y 2010, y calcularon los promedios de los tempos a los que esas obras eran ejecutadas por los distintos maestros. Encontraron que, independientemente del tempo original de cada pieza (las hay más rápidas y las hay más lentas), el promedio calculado difería en todos los casos en 12 BPM con respecto a lo especificado por Beethoven. ¡Curioso! ¿Podría el metrónomo del músico tener algún desperfecto que generara esa diferencia homogénea de 12 BPM fuera cual fuere el tempo de cada pieza musical?

Para intentar responder esta pregunta, crearon un modelo matemático del metrónomo de Beethoven a partir de fotos y de la patente de Mälzel, de forma de poder simular distintos desperfectos e identificar cuál de ellos podría explicar esa diferencia en el tempo. Para su desazón, no pudieron encontrar ninguna posible causa para esa discrepancia homogénea en el ritmo, ninguna de las fallas simuladas generaba 12 BPM de diferencia para todo el rango de tempos presentes en las distintas obras. Después de mucho tiempo de trabajo y de analizar el problema desde todos los ángulos posibles, dieron con una curiosidad.

Se dieron cuenta de que la forma de la pesa que se desliza en el asta para establecer el tempo podía ser el origen de la confusión. Observaron que en la escala del metrónomo de Mälzel 12 BPM están separados por aproximadamente un centímetro y medio, y que la pieza trapezoidal tiene (¡sorpresa!) precisamente esa altura. Si en lugar de leer el instrumento correctamente, tomando como referencia la parte superior de la pesa, Beethoven se hubiera confundido y lo estuviera haciendo mirando por debajo de la misma (el trapecio se asemeja a una flecha invertida), el tempo que habría registrado para sus obras sería mayor al que efectivamente estaba funcionando el metrónomo. De hecho, ¡sería 12 BPM más rápido! El elemento final que les faltaba para convencerse de que esta era la explicación, surgió cuando encontraron una anotación en el manuscrito original de la novena sinfonía en la que Beethoven escribió en un margen «108 o 120, Mälzel», lo que sugiere que dudaba ante dos posibles lecturas del instrumento para el mismo tempo. Si esto es así, la discrepancia entre los tempos de Beethoven y los que la mayoría considera ideales sería, tal vez, el primer caso registrado de un problema de UI/UX.

La mirada del otro

La disciplina del UI/UX (user interface/user experience, o sea, interfaz de usuario/experiencia de usuario) tiene ya varias décadas de desarrollo[2] pero ha cobrado gran relevancia en los últimos años y se enfoca en el diseño de la interacción entre los usuarios y los productos, creando interfaces útiles, claras, usables y atractivas que mejoren la experiencia de usuario y faciliten su interacción con la tecnología.

Hoy en día cuando se emplea el término UI/UX en general es en el contexto de la interacción con un producto digital, pero el concepto es perfectamente extrapolable a muchos otros elementos con los que nuestros clientes interactúan. Un microondas al que hay que dedicar un largo rato descifrando su panel para poder calentar un plato durante 30 segundos (¡lo que hacemos en el 90% de los casos!); un menú de un restaurante al que damos vueltas para un lado y para el otro sin poder encontrar la sección que nos interesa; un formulario que en su primer campo me invita a completar mi “Nombre” para luego descubrir que el segundo dice “Apellido” y tener que tachar parte de lo que escribí en el anterior; ¡o el metrónomo de Mälzel!, son todos ejemplos de una pobre UI/UX. Cuando como clientes nos enfrentamos con este tipo de interacciones, experimentamos emociones negativas —confusión, frustración, enojo, vergüenza— que afectan, en diferente medida, nuestra vivencia con la organización. Cuando, por el contrario, diseñamos los distintos aspectos involucrados en la interacción con nuestros clientes buscando eliminar o minimizar este tipo de situaciones, estamos generando mejores experiencias.

La complejidad oculta en esto es que normalmente no alcanza con que nosotros mismos nos esmeremos en el diseño buscando que genere una buena experiencia de usuario —aunque siempre es un buen comienzo—, pues el hecho de ser “juez y parte” limita la potencia de ese enfoque. Seguramente para Mälzel era meridianamente claro cómo usar correctamente el instrumento, porque su cerebro difícilmente pudiera escapar del sesgo que le imponía el haberlo ideado y construido. Por eso, una vez más, es fundamental testear nuestros diseños con los clientes: mostrar, recabar opiniones, observar cómo interactúan con un prototipo, en fin, someter muestra creación a la mirada del otro.

Artículo elaborado por Álvaro Pérez Fernández, consultor de Xn Partners

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