La política como una de las bellas artes

Definida de manera inmemorial como “arte de lo posible”, pensamos la política en términos de lo que con ella puede hacerse pero casi siempre desviamos la mirada menospreciando lo que tiene de arte.

Como se sabe, desde el siglo XX las siete bellas artes son la arquitectura, la pintura, la escultura, la música, la literatura, la danza y el cine, la última en ser incorporada. Como se ve, ninguna de ellas es la política y no cabe duda de que tal vez resulte extraordinariamente forzoso proponer lo contrario, al menos de manera provisoria.

A primera vista la política, tal y como la conocemos, pero sobre todo tal y como la practicamos, está muy lejos de la dinámica de creación cooperativa propia del mundo del arte, tanto que hasta podría definírsela como dotada de una lógica precisamente inversa, no cooperación creativa sino destrucción previsible, pues en política no suelen prosperar los juegos de suma positiva, aquellos en los que unos ganan solo si todos los demás ganan al mismo tiempo.

No es así, hay que lamentarlo: en esta política nuestra tan del siglo XX en el XXI ganar tan solo es concebible a partir de la derrota de otros, en general más concebidos como enemigos que como rivales, adversarios o antagonistas, sean de otros partidos o del propio. De hecho, todo el lenguaje de la política, todo su discurso, todo su relato está impregnado de términos procedentes del mundo bélico, del campo semántico de la guerra: batalla, lucha, ganar, perder, poder, triunfo, victoria, derrota, vanguardia, retaguardia, militar, militante, emboscada, aniquilar, fuertes, débiles, prisioneros, trinchera, líder, conquistar, retroceder, atacar, defender, contraatacar, destruir, socavar, derribar, amenazar… En una obra ya clásica de la lingüística del último tercio del siglo XX, Metáforas de la vida cotidiana, Georges Lakoff y Mark Johnson proponen que la realidad “se nos da” en función del conjunto de palabras que utilizamos para expresarla y del significado de esas palabras, de ese conjunto de metáforas.

Si para la política elegimos el elenco de términos apropiados para designar los conflictos bélicos, no debiera extrañarnos que la política termine por ser uno de ellos, una guerra entre otras, y en la que no quepa otra resolución de las disputas más que por la vía de la extinción de uno de los contendientes.

¿Qué pasaría si, por el contrario, la política obtuviera sus metáforas del mundo de esas bellas artes clasificadas por primera vez por Charles Batteaux en 1746? ¿Qué pasaría si hacer política fuese construir ideas, dibujarlas en el aire o esculpirlas en el viento…? ¿Escribirlas, hacerlas baile, o sonidos, o mostrar de qué color están hechas? ¿No sería un conjunto de metáforas del que tal vez quepa esperar resultados más promisorios, del que quizás puedan aguardarse diálogos que concluyen en encuentros, debates en acuerdos? Una nueva política necesita con urgencia un nuevo lenguaje político, un nuevo idioma: si queremos hacer otras cosas con palabras se hacen precisas palabras nuevas y mejores, términos que den más de sí y más del mundo.

No se debe ser ingenuo, la política tendrá siempre una dimensión agonística y su narrativa principal estará formada por protagonistas y antagonistas que se les oponen férreamente, actrices y actores que pugnan entre sí en el espacio público, algunos principales y otros de reparto, pero incluso para ese caso la autocomprensión de ese escenario agonal como transido por la disposición creativa y benévola hacia el mundo y los demás tan propia del arte sería de gran ayuda a la hora de querer “salir del laberinto por arriba”, como afirmaba genialmente Leopoldo Marechal pues, en efecto, la política del futuro ya no debiera ser concebida en términos de derecha e izquierda, como en los últimos 200 años, sino en función de las categorías arriba y abajo, una política que nos desafía a los mejor de nosotros mismos y la que nos condena de manera desesperada a lo peor.

El intelectual y dramaturgo Vaclav Havel, primer presidente de la recién nacida República Checa, afirmó algo de una luminosidad y clarividencia muy a contracorriente cultural en el discurso con el que inauguró su mandato: “la política es el arte de lo imposible”, de lo casi impensable, inimaginable al menos con las categorías mentales, emocionales y espirituales desde las que habitamos el mundo y hacemos de manera impenitente vieja y trasnochada política al respecto.

Sin embargo, la política sigue siendo decisiva y los políticos debieran ser los expertos navegantes del porvenir, los aventureros del futuro, quienes imaginan lo que nadie ha sido capaz de imaginar hasta el momento, los que proponen y proyectan, quienes crean y construyen, dialogan y acuerdan, los nuevos artistas, los artífices y protagonistas de qué pueda ser para todos el noble arte imposible de la política cuando se lo concibe también como una de las bellas artes.

Artículo elaborado por Carlos Alvarez Teijeiro, publicado originalmente en Clarin

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