En contra de lo que podría pensarse a una miope primera vista, la pandemia planetaria nos ha vuelto tan solo un poco más resilientes y acostumbrados al riesgo de vivir pero sí acérrimamente deseosos de cualquier espacio de seguridad y certeza, generalmente vinculado con la presunción de que el otro, el alter indómito, es siempre temeroso presagio de contagio y catástrofe, el mundo del “homo homini virus” tan feliz, sagaz y desoladoramente pronosticado por Baudrillard en remedo de Thomas Hobbes.
Ansiamos certezas, seguridades, certidumbres, predictibilidad, confianza, evidencias, convicciones, todo un océano de calma plácida lejos de las tormentas de viento y agua que confunden el universo de faros y fareros con su volatilidad azarosa, compleja, salvaje y extraña, no en vano la Modernidad, de la que aun somos descendientes, nietos o bisnietos, es heredera no de la poesía sino de las matemáticas, “el lenguaje del universo” en palabras del genial Galileo Galilei.
Sin embargo, y aunque la apariencia de nuestras acciones sugiere que buscamos ante todo seguridades materiales, lo cierto es que esa búsqueda no es un estado final sino un síntoma de algo distinto y más profundo: el deseo de conseguir estabilidad emocional y hasta espiritual vicaria y engañosamente a través de la multiplicidad de objetos, un anhelo más inmóvil que propiamente estable, más narcótico que pacífico.
Desde luego que es inhabitable la existencia sin ciertas islas de seguridad, presentes o futuras, pues careciendo de ellas no pueden tener lugar ni los proyectos ni las promesas, dos formas de aventurarse al porvenir confiando en la libertad y en quien la ejerce, uno mismo. Pero ese volver habitable la existencia debiera hacerse compatible con un nuevo modo de pensar la decisión. Así, decidir no es sinónimo de acertar necesariamente sino de ser capaces de convertir una incertidumbre en un riesgo y hasta en un desafío.
En el fondo, de lo que se trata es de convertir la vida en una apuesta de la que pueden surgir lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor, lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto y en la que, afortunadamente tal vez, carecemos de esas garantías que tanto valoramos en los productos adquiridos, bienes o servicios, así como la capacidad de devolverlos si no nos satisfacen sin que quepa esperar ni pena, ni daño ni descuento al respecto.
Por el contrario, la vida arriesgada es una vida incierta y a la intemperie, sin manuales de instrucción o procedimiento, sin paso a paso, sin guaridas ni refugios, sin pronósticos seguros, sin ganancias predecibles, sin control de daños, sin seguros de vida ni muerte, sin protección estatal, sin tierra siempre firme, sin rumbos conocidos ni horizontes avizorados al fin, con más luces que sombras, con más temor.
En tiempos tristes en los que la felicidad parece conseguirse solo al precio de seguir el imperativo de la euforia perpetua perdemos de vista que el malestar de no saber forma parte de las entrañas más profundas de la existencia, y que de él solo se emerge al comprender en profundidad que la vida lograda consiste mucho menos en decidir-que que en decidir-se, en más amor que temblor, en más la aventura del viaje que el frenesí de la huida. En este escenario vital, elogiar la incertidumbre no es lo que resignadamente nos queda, sino lo que falta, la audacia que todavía necesitamos, con asombro y sin espanto, confiados sin pavor en las bellas palabras de Rilke, “hay unas cosas que nos conciernen extrañamente y que confían en que nosotros, los más perecederos, podamos salvarlas”.
Artículo proveído por Carlos Alvarez Teijeiro, publicado originalmente en Perfil.